Recurro de nuevo al terror, en mi soberbio afán de inmortalizar el sufrimiento, la pasión que entrega por completo el humano al sentimiento.
Aparenta eternidad la noche, con
su incesante sollozo cayendo y anidando en su piel, cual lágrimas del alma
afligida por el más profundo de los dolores: el sufrimiento al reconocerse
ignorante de sí.
Merodeaba su alma, en algún lugar
bajo el cielo nocturno de mayo, atada por razón alguna al cuerpo que yacía
allí, tiritando de
frío al borde del diminuto puente, parte de la única calle aparentemente
planificada del plácido y misterioso pueblito, cuyo nombre se extravió en los
ecos del tiempo. Allí respiraba aún el magullado cuerpo de aquel pobre loco que
hasta su nombre olvidó: el Alzheimer le arrancó su realidad, y la esquizofrenia
le obsequio una a cambio.
El torrencial diluvio acribillaba
su piel y sentidos, pero él no se movía un centímetro. Concurrentemente trataba
excavar recuerdos, descubrir pasiones y explorar ese pasado que ahí quedó, en
restos de miseria. No recordaba siquiera cómo había llegado a tan particular y
hermoso pueblo, caserío ignorante del ego citadino de la avaricia, perdido
entre valles, desnuda de centros comerciales.
Trataba allí al borde del río,
construir o re-hacer su psique, revivir si yo, y hasta quizás darse un nombre.
Pero gracias a, tal vez un bondadoso olvido (que aún le obsequiaba destellos de
raciocinio), o algún morboso Alzheimer (que disfrutaba ver como la maldición del
olvido perpetuo mellaba su razón), alimentado a su vez por la esquizofrenia que
poco a poco lo envenenaba; lograba solo disparatar en su desesperado intento de
volver en sí.
Por algún milagro, irónicamente
divino, quizás; aún recordaba su bien nutrido castellano:
-¡Por el pecho que aún me late,
no lo haré!- exclamó, sin pensar siquiera en el significado común de las
palabras, al fin y al cabo para él su
delirado diálogo no era más que un debate por su olvidado recuerdo.
-¡Diosito! ¡Santa virgencita!
¡Protege a tus protectores!- Divagaban sus palabras fuera de razón lógica,
aunque para él, quizás se debatía:
-Me llamaré fulano… ¡O quizás
mengano!-
De repente, allí en el abandono y
la soledad, empezó a escampar; y conforme callaba el ruido del diluvio, empezó
a oír lo que había sido enmudecido por la lluvia. Alguna puerta antigua del
pueblo, abriéndose. Voces en la cercanía.
El hambre, era por lógica el desayuno.
El almuerzo se había extinguido de su memoria. La cena, quizás por santa
providencia burlona, le era dada siempre por un amable anciano del pueblo,
responsable de que aún siguiera con vida en semejante infierno de morir vivo.
El silencio intruso le hizo
sentir su estómago arder; pero aun así, él nunca se movió de su lugar.
Entre sus más particulares y
horridas, y por supuesto, espantosas dolencias de la mente. Recibía destellos
de razón, lógica y recuerdos, que acudían justo al momento del apogeo del delirio…
Situación indeseable: sentir el azote de la locura, domado de consciencia y
razón.
El hambre, despiadada, le pasaba
factura. En estos momentos tortuosos de locura y razón, solía rezar por su
muerte: laceraba sus rodillas al asfalto, implorando justicia divina ante su
sufrir, su incomprendido, mórbido y eterno dolor.
Ningún Dios respondió entonces
sus plegarias, La impotencia manó por sus mugrientas cuencas, bañando una mueca
de profundo desespero.
(El reloj de la catedral marcaba
las 9:50pm, su cena era a las 10:00pm)
-¡Hoy no voy a llorar!- Vociferó,
calladito al silencio - ¿Por qué llorar, si está tan trillado? Hoy mi llanto
brota de mi garganta, de mi estómago, de mis manos, de mi sufrir- La voces en
su cabeza, trataron de callarlo, pero él, en el apogeo de ese destello de razón
transformado en luz, se paró bruscamente del puente y gritó su desdicha al
vacío frente a él:
-¡Maldigo mi vida, viviendo
ignorante de mí! ¡Maldigo a los dioses, quienes nunca fulminaron mi existencia!
¡MALDIGO AL ANCIANO QUE ME MANTIENE CON VIDA!
Y entonces su aliento, ante la
fascinación de su descubrimiento, ipso facto se detuvo.
El anciano…
Entonces lo entendió, bajo un
efímero destello de raciocinio: ha sobrevivido el abandono, la indigencia, riñas,
la misma locura, siempre por el bondadoso acto de aquel noble anciano, que
preparaba a diario cena para aquel pobre loco, dejado de la mano de Dios. Pues
si el anciano lo mantenía aún en ese infierno de vida, todo debía ser treta de
algún demonio ¿no?
9:58. La campana de las 10:00
solía anunciarle otro bocado de vida.
Las manos le temblaban, su
ilógica decisión se afianza más en su profundo deseo de abandonar el
sufrimiento de esta vida, y a las 10:00 Post Meridian tiene cita con el
infortunio de continuar vivo.
Entonces pasó: La primera de las
diez campanadas sonó. Las campanas del infierno.
Fue como si un péndulo su psique,
una rara especie de hipnosis, que avivaba el instinto de supervivencia del
desdichado, quien bajo los efectos del peculiar trance empezó a caminar en dirección
a su instinto.
Su paso era firme, toda aquella
idea pensada ANTES de las campanadas, había quedado profundamente sembrada en
el subconsciente del demente, más todo recuerdo del estado conscientes se
perdió en el agujero negro que devora todos sus recuerdos.
En su
conciencia esclavizada a la esquizofrenia apoteósica, no había planes ni
sufrires. Era ignorante del subconsciente.
…
Un bocado de suculenta carne a la
parrilla despertó a nuestro soñador de su trance. Sentado en una esquina,
devoraba su cena con increíble deleite y pasión.
Había aprendido a vivir con las
voces en su cabeza, nacidas de la enferma nada. Él sólo comía, ignorando a sus
demonios. No sabía exactamente por qué, pero se sentía con menos pesar, cual
quién se despoja de sus hombros (o su consciencia) un terrible peso extra.
Atribuyó sus ropas, cara, manos y
cuerpo, empapados en abundante y espesa sangre tibia aún, a sus olvidados
modales para comer. Fue capaz también de ignorar los profundos gritos, llantos,
maldiciones y tantos ¿por qué? Vociferados del grupo de confusión y dolor
alrededor de un lago profundo y extenso de sangre, maquillando de carmesí
justicia la cara de aquel caserío cuyo nombre, el tiempo y el viento borraron.
Entonces, a nuestra alma penando
en carne le invadió una extraña sensación, quizás atribuida al puro delirio:
Sabía que no volvería a comer
nunca más. Era feliz.
(Historia basada en hechos reales)
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